El pasado 16 de octubre se publicaron las reformas a la Ley de Amparo. Es una buena noticia para quien cree en una justicia cercana, eficaz y sin atajos para el privilegio. Sin embargo, asistimos a una campaña de desinformación: se repiten etiquetas —“regresiva”, “autoritaria”, “contraria a derechos humanos”— con la esperanza de que, a fuerza de eco, se vuelvan verdad. No lo son. Con las reformas que propuso la presidenta Sheinbaum el amparo no se reduce: se moderniza, se agiliza y se devuelve a su sentido original.
El problema no está en las y los legisladores, sino en cierta comentocracia. No hay análisis: hay consignas. Se vende alarmismo donde hay claridad técnica; sospecha donde hay equilibrio. Lo que se busca es convencer de que el amparo está en riesgo, cuando lo cierto es que se fortalece.
Basta con revisar los cambios más importantes. Primero, los tiempos y las herramientas. Se acortan plazos y se consolida la justicia digital: actuaciones por portal, notificaciones más rápidas, procedimientos menos laberínticos. Eso no restringe derechos; los potencia. Un amparo que tarda años es una promesa vacía. Uno que resuelve con celeridad es una garantía viva.
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